Llegó Maribel, tocó el portero eléctrico, respondimos. Silencio. De nuevo timbre, silencio.
Mi secretaria bajó a abrirle. Subieron. Cuando le tomé sus datos, me di cuenta de que no tenía lenguaje oral. Y que intentaba comunicarse conmigo con lenguaje de señas. Que desconozco.
Intencionalmente. Porque siempre estuve en contra, porque, aunque sea útil para su lenguaje interior, creo que es negar cualquier resto auditivo que, amplificado, puede darles algunos ruidos, algunas voces, que hagan de su vida un mundo sonoro. Y que puedan imitar de alguna manera lo que oyen, aunque sea defectuoso, para poder hablar y comunicarse. E ir al colegio y estudiar y hacer una vida normal.
Pero Maribel, con una sonrisa radiante contestaba a mis preguntas, con señas. Por suerte hacía lectura labial. Pero optó por escribirme, con muchas faltas de ortografía, las respuestas. Me enteré de que tenía cincuenta y seis años. Aparentaba menos.
Yo no dominaba su idioma, estaba en inferioridad de condiciones.
La audiometría dio valores muy bajos pero así y todo oye, a altas intensidades, muchas frecuencias.
Si hubiese usado audífonos o un implante, desde chica, se la podría haber hecho oír hablándole fuerte, seguir una conversación. Pero no. Jamás usó audífonos me dijo con una sonrisa que unió sus inútiles oídos.
No vino a comprar unos. No los necesita, dice. Sólo se la piden para renovar su certificado de discapacidad auditiva.
Imaginé su mundo de silencio donde nunca llega un grito de un chico, el ruido de pasos, ningún tipo de música, ni siquiera una batería. Donde no puede captar los matices de lo que le están diciendo por la expresión de la voz, nunca un pájaro, ni un trueno, ni el furor del mar.
Pero siempre su sonrisa, enviada desde ese cerebro lleno de señales gestuales que expresan pensamientos.
En ese idioma que, prejuiciosamente, saqué de mi lista.
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